El fin del mundo en el siglo XXI

5 de junio de 2013

Por Orlando Mora

Todos los días y noches, telescopios en todo el mundo escudriñan el cielo, en busca de amenazas para la vida en la Tierra.

Asteroide aproximándose a la Tierra.

Transcurrió el 21 de diciembre de 2012 sin mayores perturbaciones que las normales para cualquier día ordinario. Es un consuelo que los dioses mayas decidieran, finalmente, no aniquilar nuestro mundo ese día. Aunque algunos lo tomaron a manera de broma, otros sí llegaron a sentir temor. 

En los meses que precedieron a la cita cósmica, astrólogos y profetas difundieron la noticia del fin del mundo. Múltiples artículos sobre el tema invadieron periódicos y revistas, además de la aparición de nuevos libros. Hasta se filmó una película, titulada 2012. Incluso en algunos lugares del mundo se construyeron viviendas especiales, que soportarían la hecatombe que se avecinaba, destinadas a personas dispuestas a pagar el costo de alguna habitación. Bien puede considerárseles modernas arcas de Noé.

La profecía decía que el fin del tiempo en el calendario maya traería el final de nuestro mundo. El planeta Nibiru chocaría contra la Tierra y lo destruiría todo. Sería el fin del Homo sapiens. Pero conforme se acercaba la fecha, la profecía original tuvo un cambio de versión: el fin del mundo dejó de ser una destrucción literal para convertirse en un mero simbolismo, que representaba el cambio en la conciencia colectiva de la humanidad. El mundo no iba a ser destruido, más bien, habría una revolución positiva en el pensamiento humano. 

Credulidad a prueba de profecías fallidas

El cielo es uno de los lugares más vigilados por el ojo humano. Permanentemente, miles de telescopios en todo el mundo apuntan hacia el cielo buscando un objeto nuevo o un fenómeno extraordinario nunca antes visto, pero jamás se ha descubierto ningún objeto extraterrestre que represente una amenaza para la vida global de este mundo. Desde luego, el planeta Nibiru no existe. Y podemos estar seguros para los próximos cien años, en los que ningún cuerpo celeste de tamaño mortal chocará contra nuestro planeta. Los cálculos de la física newtoniana lo garantizan. 

Todo ello no bastó para tranquilizar a los atemorizados espíritus por el eminente fin del mundo. Tampoco bastaron los comunicados emitidos por la NASA, que desmentían la veracidad de la catástrofe. 

En el amanecer de un nuevo año, el 2013, cuando todos sabemos lo que no sucedió, la fallida profecía del fin del mundo debería ser razón suficiente para nunca más volver a creer en los profetas catastrofistas. Todo quedó reducido a mera publicidad y dinero. Una mirada a su alrededor demostrará que ni siquiera tuvo lugar un nuevo comienzo en las conciencias humanas, que el mundo sigue su curso igual a como lo hacía antes del 21 de diciembre: no somos más responsables ni ambiental, ni social, ni política, ni económica, ni moral, ni laboral, ni familiarmente.

Sería algo más que un milagro que una fecha por sí misma cambiara la conciencia de la humanidad como un todo. De hecho, ni siquiera fechas trascendentales cambian conciencias. Para ejemplos no vamos lejos: días después del 11 de septiembre de 2001, miles de personas llenaron las iglesias en Estados Unidos, buscando consuelo y esperanza en medio de la terrible desgracia. Para muchas de ellas, si acaso era la segunda ocasión en sus vidas que ponían un pie en la iglesia. Tres meses después, sin embargo, las iglesias volvieron a estar vacías… como estaban antes y como siguen estando hoy en día.

Equivocarse es un término que no figura en el vocabulario de los profetas del desastre. Ellos siempre ofrecen una explicación al por qué la profecía no se cumplió. A veces la versión de la profecía no fue la que debió ser o la profecía queda postergada para una futura fecha. Visto de manera objetiva, los escasos aciertos proféticos, que cuando ocurren incrementan la influencia mental que los profetas ejercen sobre los crédulos, se deben más a la probabilidad y estadística que a los poderes psíquicos que dicen poseer.

A pesar del evidente engaño de las profecías fatalistas, la credulidad de los creyentes no desaparece. Asombra que en los albores del siglo XXI las reservas de credulidad en la especie humana sigan siendo descomunales. Ante cada profeto fraudulento, siempre habrá miles de crédulos dispuestos a seguirlos, con todo y dinero. La maldad humana de un lado, y la fragilidad en el lado opuesto.

Los profetas no erraron en su predicción, ya que en su mundo eso nunca sucede… más bien, los crédulos volvieron a creer, y los no crédulos y los medios de comunicación siguieron el juego.

Dos cosmovisiones

El fin del mundo es un tema que ha cautivado a la curiosidad del ser humano desde siempre. Preguntas como: ¿tuvo un comienzo el universo?, ¿qué edad tiene?, ¿cómo surgió el universo?, ¿algún día el universo se acabará?, ¿cómo será el final?, han estimulado el pensamiento y la imaginación humanas en todas las épocas. 

Cuando miramos el entorno, y si todavía poseemos cierta capacidad de asombro, podemos quedarnos impresionados ante el rugido de las incesantes olas del poderoso mar, ante la majestuosidad de una montaña o ante el misterio y la sensación de infinito al contemplar el cielo en una noche llena de estrellas, que al titilar dan la impresión de enviar señales hacia nosotros. 

Surge entonces, de manera natural, la pregunta de cómo llegó a existir todo lo que hoy existe. Y si hubo un comienzo de las cosas en el pasado, por consecuencia lógica, debe haber necesariamente un final en el futuro. Ello explica por qué a lo largo de la historia han surgido profecías sobre el fin del mundo, cuyas fechas coinciden, sobre todo, con algunos eventos astronómicos reales, tales como solsticios, eclipses, alineaciones planetarias o apariciones de cometas.

En la actualidad, tanto la ciencia como las creencias religiosas tienen sus propias teorías sobre cómo y cuándo será el fin del mundo. Según se desprende de ciertos textos del Nuevo Testamento, como 2 Pedro 3:10-13 y Tesalonicenses 4:15-17, el cristianismo histórico afirma que el fin del mundo ocurrirá cuando Jesús regrese a este planeta, en un suceso que los círculos cristianos denominan segunda venida. Sin embargo, el propio texto sagrado, en Mateo 24:36, da indicios de que no se puede saber la fecha exacta para tal suceso. A lo más, la escritura sagrada describe ciertas señales, como guerras entre naciones, que ocurrirán antes del fin del mundo.

Alentados por aquellas señales que ocurrirán antes del fin y por las últimas palabras de Jesús registradas en el texto sagrado, “ciertamente vengo en breve”, en Apocalipsis 22:2, no sorprende que los cristianos de todas las épocas han creído que el fin del mundo ocurriría, justamente, durante su época. Incluso, denominaciones como los testigos de Jehová, mormones y adventistas, se han aventurado a proponer fechas específicas para el fin del mundo, con resultados, claro está, equivocados.

En el extremo contrario, según la ciencia, el fin, por lo menos de nuestro planeta, ocurrirá en unos cinco mil millones de años, cuando el Sol se convertirá en una estrella gigante roja, expandiendo su tamaño hasta alcanzar y consumir en fuego literalmente a la Tierra. Después, el Sol se convertirá en una estrella enana blanca, que irá perdiendo brillo hasta que finalmente quede reducido a una enana negra, un cuerpo de masa fría, compacto y sin brillo. Las campanas cósmicas sonarán, porque el Sol habrá muerto para siempre… y junto con él, también morirá el resto del sistema solar.

Pero inmensa cantidad tiempo es demasiado para una civilización como la nuestra, de apenas unos seis mil años. Podemos estar tranquilos, dado que ninguno de nosotros será testigo de la muerte del Sol.

Un siglo agitado por profecías

Sin embargo, el fin del mundo pudiera no estar tan distante como se calcula, pues resulta que las colisiones de asteroides con nuestro planeta representan una amenaza real y permanente para la supervivencia humana. Existen alrededor de 800 objetos con órbitas próximas a la Tierra, que por su tamaño son clasificados como potencialmente peligrosos. De entre ellos, el de mayor peligro es el asteroide Apophis, con un tamaño de 325 metros de diámetro. El 9 enero de 2013, Apophis pasó a una distancia de 14 millones de kilómetros de nuestro planeta. El 13 de abril de 2029 y 2036, Apophis rozará la Tierra a unos 30 mil kilómetros de distancia. Y de acuerdo a los últimos cálculos llevados a cabo por la NASA en este año, Apophis podría chocar contra la Tierra en 2068, aunque la probabilidad de que suceda es de 2.3 entre un millón.

Podría pensarse que la actividad de asteroides acercándose a nuestro planeta es inusual o que el espacio interestelar decidió bombardear la Tierra para probar la capacidad de supervivencia del ser humano, pero no es así. Estos fenómenos siempre han ocurrido. Lo que sucede es que ahora los telescopios modernos hacen posible la detección de objetos que en siglos pasados, a simple vista, era imposible detectarlos. 

Desde luego, dada la gran cantidad de objetos de diversos tamaños que se mueven en el espacio, hay asteroides que entran a la atmósfera terrestre sin ser detectados. Tal fue el caso del asteroide, de 10 metros de diámetro, que cayó en la región de los montes Urales, en Rusia, el  pasado 15 de febrero, que sorprendió a la comunidad científica, pues ese día la atención estaba puesta en el asteroide 2012 DA14, de 50 metros, que pasó a unos 27 mil kilómetros de distancia.

A todo ello habrá que añadir la profecía sobre el fin del mundo en 2060, predicha por el célebre físico inglés Isaac Newton, uno de los dos genios más brillantes de la historia. La faceta desconocida en la vida de Newton es que dedicó más tiempo a estudiar profecías bíblicas que física. Durante 55 años se dedicó a estudiar la Biblia, pues consideraba que en ella podía hallar las leyes divinas del cosmos. De acuerdo a sus cálculos, 1260 años deben transcurrir entre la refundación del Santo Imperio Romano, en el año 800, y el fin de los tiempos, es decir, en 2060 se acaba el mundo. ¿Quién lo hubiese concebido? El hombre que descubrió las leyes naturales que rigen al universo fue también un estudioso del texto sagrado cristiano.

Pero la mayor amenaza para la existencia de la especie humana no está en los cielos. La historia se ha encargado de mostrarnos que el propio ser humano es enemigo de sí mismo. En la actualidad, el arsenal de armas termonucleares que poseen muchos países desarrollados es más que suficiente para aniquilar la vida de humanos, plantas y animales. Quizá no sea un asteroide, sino algo peor: una tercera guerra mundial sería el fin del mundo.

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